EL DERECHO HUMANO AL CUIDADO

La Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció por primera vez que el cuidado es un derecho humano en sí mismo. Este derecho es una necesidad básica que permite vivir con dignidad en todas las etapas de la vida. El Estado debe garantizarlo.

En su Opinión Consultiva OC-31/25, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció por primera vez el derecho al cuidado como un derecho humano autónomo, indispensable para garantizar una vida digna y para el ejercicio efectivo de otros derechos. A partir de una interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la Corte sostuvo que el cuidado no puede entenderse sólo como un componente fragmentado de derechos ya existentes, sino que requiere reconocimiento propio, con contenido y obligaciones estatales específicas. Se trata de un derecho que abarca tres dimensiones interrelacionadas: el derecho a ser cuidado, el derecho a cuidar y el derecho al autocuidado.

Este reconocimiento parte de una base fundamental: el cuidado es una necesidad humana universal. En algún momento del ciclo vital, todas las personas necesitan recibir cuidados o dar apoyo a otras. La Corte señaló que esta interdependencia no sólo estructura nuestras relaciones sociales, sino que expresa el respeto a la dignidad humana. Por eso, cuidar, ser cuidado y poder cuidar de sí mismx es condición de posibilidad para la autonomía, la inclusión comunitaria y la realización del propio proyecto de vida. El cuidado, entonces, no es un asunto privado ni exclusivo del ámbito familiar, sino una responsabilidad social, colectiva y política.

Uno de los desarrollos más relevantes de la Corte fue la formulación del principio de corresponsabilidad: el cuidado debe distribuirse de forma justa entre las personas, las familias, la comunidad, la sociedad civil, el mercado y el Estado. Este principio impone una responsabilidad compartida que debe traducirse en políticas públicas, leyes y sistemas integrales de cuidado que reconozcan, valoren y redistribuyan las tareas. En este punto, los cuidados comunitarios aparecen como una pieza clave, ya que permiten construir redes de apoyo por fuera del hogar y ampliar las respuestas sociales a las necesidades de cuidado, especialmente cuando las redes familiares no están disponibles o son escasas.

La Corte fue enfática al señalar que la distribución desigual del trabajo de cuidado no remunerado -asignado históricamente a las mujeres- es una forma estructural de discriminación de género. Esta sobrecarga impacta de manera directa en la autonomía económica de las mujeres, profundiza la feminización de la pobreza e impide el ejercicio de otros derechos como la educación, el trabajo y el acceso a la seguridad social. Por eso, el derecho al cuidado no puede pensarse sin un enfoque de igualdad real e interseccional.

La Corte reconoce, por ejemplo, que ciertas personas -como las mujeres que encabezan hogares monoparentales, las indígenas, las migrantes, las mujeres mayores o aquellas vinculadas al sistema penitenciario, y las personas LGBTIQ- enfrentan obstáculos agravados para ejercer este derecho. En particular, menciona a las mujeres cuidadoras vinculadas con el sistema penitenciario como un grupo que requiere medidas específicas para garantizar el cuidado propio y el de las personas a su cargo, sin discriminación. De hecho, recomienda que la privación de la libertad a las mujeres cuidadoras se disponga solo en casos excepcionales. También destacó que los Estados deben reconocer a las personas con discapacidad como sujetas de derecho y no como receptoras pasivas de cuidado, y destacó un enfoque social de la discapacidad.

La obligación estatal de garantizar el derecho al cuidado no puede ser simbólica ni declarativa. Tampoco guiarse por un único modelo de familia (como el heterosexual, nuclear y biológico). La Corte establece que los Estados tienen que avanzar en medidas legislativas, administrativas y presupuestarias -en línea con el principio de desarrollo progresivo- para asegurar el acceso a servicios de cuidado adecuados, disponibles, accesibles y adaptados a las distintas etapas del ciclo de una vida. Esto incluye tanto a quienes reciben cuidados como a quienes los brindan, ya sea de forma remunerada o no remunerada. En este sentido, los Estados tienen el deber de diseñar políticas que permitan conciliar la vida laboral con las responsabilidades de cuidado, garantizar licencias parentales, crear infraestructura específica y reconocer en los sistemas de seguridad social los años dedicados al cuidado.

Todo esto remite de forma directa a la política fiscal. Los lineamientos de la Corte implican una exigencia clara: la asignación de recursos públicos para el cuidado debe ser una prioridad. Garantizar este derecho requiere un enfoque fiscal redistributivo, sostenible y con perspectiva de género, que revierta las desigualdades estructurales y permita construir sistemas nacionales de cuidado integrales, con financiamiento estable. El cuidado debe leerse como la infraestructura social que sostiene la vida en común y, por tanto, como un bien público cuya protección compromete a todas las instituciones del Estado.

En definitiva, la Opinión Consultiva OC-31/25 ofrece un marco jurídico para repensar el cuidado desde los derechos humanos e interpela a los Estados a traducir ese marco en acciones concretas, que transformen la organización social del cuidado y amplíen la igualdad. Reconocer, redistribuir y sostener el cuidado no es solo una obligación jurídica: es una condición para una vida democrática, justa y digna.

Foto: Pablo González.

Fuente: CELS


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