CLIMA POLITíCO Y CRIMINILIZACíON DE LA PROTESTA

Un pequeño grupo de manifestantes se reúne en el Obelisco. No cortan la calle. A pesar de ello, la Policía de la Ciudad envía un contingente antidisturbios fuertemente armado. Un gesto cualquiera (intento de quemar una urna de cartón, una mujer mayor que enarbola un palo) es tomado por los policías como el “hecho de violencia” que estaban esperando para empezar a golpear y reducir a los manifestantes. “Reducirlos”, como si fueran delincuentes. Como ya ocurrió en otras ocasiones, los métodos violentos de inmovilización aplicados por los policías terminan con una persona muerta: Facundo Molares. Como ya ocurrió en otras ocasiones, la intervención de la policía, lejos de pacificar, genera mucha más violencia.

Hay una orden política de tolerancia cero a la protesta, de considerar como “violencia” formas de manifestarse ya instaladas en la cultura política argentina (de todos los grupos y clases sociales) y de tratar a los manifestantes como delincuentes peligrosos. Quizás hoy hablar de “criminalización de la protesta” tiene implicancias distintas de las que tenía hasta hace unos años.

Suele entenderse a la criminalización de la protesta como un complemento de la represión, que involucra a la policía y al poder judicial. Los episodios de represión derivan en la detención de personas, casi siempre de manera arbitraria, al boleo, a las que se les abren causas penales o contravencionales. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos define a la criminalización como “el uso del poder punitivo del Estado para disuadir, castigar o impedir el ejercicio del derecho a la protesta y, en algunos casos, la participación social y política en forma más amplia”. Esto último nos remite al hecho de que los procesos de judicialización exceden a los contextos específicos de protesta, ya que pueden avanzar sobre organizaciones sociales o políticas.

En estos 40 años de democracia ininterrumpida hubo distintos hitos de movilización social, de represión y de criminalización. Pero en términos generales se puede afirmar que, por lo menos hasta el momento, la posibilidad de protestar y manifestarse se ha instalado como un derecho, y difícilmente un gobierno o un juez podría avanzar con un proceso de criminalización por el mero hecho de protestar, como ocurre en los regímenes autoritarios.

La estrategia entonces cambió: si ya no se puede meter preso a alguien sólo por protestar, entonces lo que hay que hacer es construir una narrativa que instale la idea de que lo que esas personas están haciendo no es protestar, sino que es algún tipo de delito. En esto consiste la criminalización de la protesta entendida en un sentido mucho más amplio, como un proceso político que busca crear un clima cultural para deslegitimar la protesta y los procesos de organización social, asimilándolos a delitos, y justificar así la utilización del poder punitivo del Estado contra ellos. La represión policial y la judicialización de manifestantes encuentran en este clima político y cultural la habilitación para escalar en intensidad.

Las declaraciones de ciertos actores políticos y su caja de resonancia en determinados medios de comunicación van naturalizando esta asociación entre protesta y delito. Las propuestas de palos, cárcel o balas contra quienes protesten van generando cada vez menos asombro. Se entabla también una disputa para definir qué es “violencia”. El Estado, que practica la brutalidad policial y los excesos judiciales, despliega al mismo tiempo cantidad de recursos comunicacionales para convencer a la sociedad de que “los violentos” son quienes protestas.

Hay distintos grados de instalación de la idea de delito asociado a las protestas y a los procesos de organización social. El más básico es el que liga a las manifestaciones públicas con el desorden en las calles (a veces a través de las contravenciones) y con formas de “violencia” vagamente definidas, que pueden ir desde el hecho mismo de ocupar una calle o un edificio público hasta arrojar piedras. Luego existen estrategias para caracterizar a diversas organizaciones sociales como grupos corruptos o mafiosos. Más allá de los casos puntuales de corrupción que, como en cualquier ámbito social, pueden ocurrir también en los movimientos sociales, con esta estrategia lo que se busca es llegar al punto en que la mera pertenencia a una organización sea ya motivo de sospecha. La desarticulación de la Tupac en Jujuy ilustra esta modalidad. Las formas más extremas de criminalización son las que buscan asociar a la protesta con la creación de temor entre la población o con el intento de voltear a un gobierno o de imponerle ideas por la fuerza. Estas dos últimas fórmulas forman parte de la definición internacional de “terrorismo”. No es casual por lo tanto que se invoquen delitos como “intimidación pública” o “sedición” para procesar a manifestantes: se busca construir su imagen de cuasi terroristas, sin utilizar este término tan polémico. Finalmente, en algunos casos (que hasta el momento no prosperaron en la justicia) se busca directamente utilizar la idea de terrorismo, como ocurrió con el activismo mapuche.

Las consecuencias de esta criminalización extendida de la protesta son múltiples. Tiene derivaciones normativas en los intentos de limitar el derecho a la protesta a través de leyes, como ocurre en Jujuy y Salta. Tiene derivaciones en las prácticas judiciales, que usan tipos penales como asociación ilícita o sedición para habilitar condiciones más duras para las personas detenidas (prisión preventiva) y también medidas de investigación totalmente invasivas, propias del abordaje judicial del crimen organizado, que anulan garantías y se acercan mucho a la inteligencia ilegal y la persecución política. Y también impactan en la actuación policial, que se vuelve mucho más violenta ante una bajada de línea política que les señala a los policías que no están frente a ciudadanos ejerciendo derechos, sino frente a delincuentes organizados que quieren voltear un gobierno.

Hay finalmente una consecuencia muy preocupante desde el punto de vista político: esta estrategia de criminalización generalizada de la protesta y de los procesos de organización social busca (y parece estar consiguiendo) aislar a los movimientos sociales de diverso tipo del resto de la sociedad. La comunicación de las luchas se vuelve cada vez más difícil, porque todo el tiempo hay que estar demostrando que no son delincuentes. Además de la resistencia a las regresiones normativas y de las batallas judiciales para impedir la procesamientos y condenas de manifestantes, hay un desafío muy importante para las organizaciones sociales: evitar aislarse, buscar cómo reconectar con sectores más amplios de la población. La legitimidad social de las protestas es la principal barrera a la criminalización.

Manuel Tufró, Director del Area de Justicia y Seguridad del Centro Estudios, Legales y Sociales


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