La reforma laboral del Gobierno baja el piso de protección para el universo de trabajadores y trabajadoras, estén o no registrados, debilita la negociación colectiva y amplía las facultades empresariales. Lejos de mejorar la informalidad, consolida la precarización y avanza hacia un modelo que requiere mayor persecución penal de la protesta para sostenerse.
El proyecto de reforma laboral presentado por el gobierno implica una transformación estructural del régimen del trabajo en la Argentina y va a perjudicar al conjunto de trabajadores y trabajadoras, estén o no registrados. El conjunto de artículos no apunta a mejorar la situación de quienes hoy se encuentran en la informalidad –que representan casi la mitad de la fuerza laboral–, ni a proteger a quienes tienen empleo formal, sino a reducir derechos, flexibilizar condiciones y debilitar las herramientas colectivas de defensa. Al bajar el piso legal para todos, la reforma empuja a la baja las condiciones laborales en general, con un resultado previsible: normalizar la precarización y ampliar las brechas de ingreso.
Uno de los cambios más adversos para quienes trabajan es la eliminación en algunos casos del principio de “norma más favorable”. Es un ejemplo de cómo esta modificación erosiona la base de protección y desarma un estándar histórico destinado a equilibrar una relación social y económica desigual. La consecuencia es directa: en cualquier conflicto la balanza se inclina todavía más hacia el empleador.
Respecto de la jornada de trabajo, los descansos y vacaciones, la reforma habilita acuerdos “individuales” que en los hechos van a ser imposiciones patronales y disciplinamiento de la fuerza laboral: pueden fraccionar las vacaciones, crear bancos de horas y compensaciones por fuera de los convenios colectivos. En un país donde crece el multiempleo de la mano de los altos niveles de precariedad y temor al despido aún de un trabajo inestable, la ficción del “mutuo acuerdo” se traduce en un retroceso efectivo en el tiempo de descanso y en una disponibilidad irrestricta del cuerpo de quienes trabajan según la demanda empresarial. A la vez, esto es consecuencia de otro aspecto que introduce el proyecto, que tiene que ver con debilitar y reducir la negociación colectiva como herramienta de discusión suprema por ejemplo, para garantizar el cuidado y de ordenamiento del tiempo de trabajo.
Tener una enfermedad significará perder ingresos, porque se harán descuentos monetarios en aquellas situaciones en donde más se necesitan. Es que se elimina la obligación patronal de mantener el salario ante enfermedades o accidentes cuando la persona no pueda cumplir con sus tareas habituales. En su lugar, de manera unilateral, la persona pasa a cumplir tareas de menor remuneración. También se amplía el período de prueba para las trabajadoras de casas particulares: el plazo se extiende de 30 días a 6 meses, lo que las expone a mayores riesgos de despido sin protección. Estas medidas afectan con mayor intensidad a mujeres, migrantes y sectores que ya están precarizados.
La reforma incentiva esquemas de subcontratación, que dispersan las responsabilidades empresarias y hacen más difícil el registro de trabajadores y trabajadoras. Es la deriva de reescribir el régimen de responsabilidad solidaria y tercerización, quitar controles, debilitar obligaciones y reducir la responsabilidad del empleador principal ante los incumplimientos de quienes ofician de contratistas. Para las y los trabajadores de plataformas –un universo creciente y ya desprotegido– la reforma consolida el estado de cosas y evita cualquier avance hacia derechos laborales básicos.
El impacto sobre la organización colectiva va a ser muy grande si esta reforma avanza. Por eso hablamos de disciplinamiento antes que un debate sobre mejoras en el empleo. La reforma redefine los servicios esenciales y amplía las actividades alcanzadas. En la práctica vacía el derecho a huelga y neutraliza la capacidad de presión colectiva por condiciones dignas de trabajo. Las asambleas pasan a necesitar autorización patronal y dejan de considerarse parte del tiempo de trabajo. Los sindicatos también van a ver afectadas sus capacidades de negociación, ya no se organizará una discusión por actividad –el proyecto abre alternativas de negociación por empresas–, lo que implica una modificación de los convenios colectivos de trabajo, que no seguirán vigentes cuando las empresas no acepten sus condiciones. Las relaciones individuales y colectivas de trabajo estarán atadas a las decisiones de la empresa y a negociaciones hiperfragmentadas.
La reforma propone la creación del Fondo de Asistencia Laboral, que reemplaza las indemnizaciones y se podrá pagar hasta en doce cuotas. Lejos de fortalecer la protección ante un despido, el fondo funciona como una herramienta para abaratar los costos laborales y trasladar los riesgos hacia quienes trabajan: excluye el universo no registrado, sólo cubriría relaciones con doce meses de antigüedad, entre otras medidas. No es un mecanismo universal ni solidario y los fondos pueden ser invertidos en el mercado financiero por el empleador.
Para avanzar sobre los derechos de trabajadores y trabajadoras, la reforma requiere de otra reforma que también se anuncia desde el Gobierno y aún no ingresa en el Congreso: la del Código Penal. La conflictividad del universo del trabajo no puede contenerse sin más represión y mayor persecución penal. El proyecto anunciado en conferencia de prensa busca tener las leyes penales “a mano” y ampliar las herramientas legales de persecución contra quienes protestan, mucho más allá del protocolo antipiquetes. No sólo crea nuevos delitos: también agrava las penas de figuras menores y expande el margen para criminalizar conductas vinculadas a la protesta social. Las reformas que empiezan a tallarse en estos días forman parte de una misma arquitectura.
Fuente: CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales)


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